Cuentos para salvarnos todos by José Ovejero

Cuentos para salvarnos todos by José Ovejero

autor:José Ovejero [Ovejero, José]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Relato, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 1996-08-05T00:00:00+00:00


* * *

Martes, 26 de julio de 1994

Nada más llegar el doctor Vidal he roto a llorar como un crío. No he sabido contenerme. Como el llanto no me permitía dar explicaciones, le he hecho pasar al cuarto de Leticia. El doctor no ha podido evitar un gesto de repulsión cuando la ha visto. Me ha agarrado del brazo. Me ha zarandeado como si yo fuese culpable de algo.

«Pero ¿qué es esto? ¿De dónde sale esa porquería?», me ha preguntado, aunque ya debía haber comprendido que mi perplejidad era aún mayor que la suya.

Una vez superado el primer momento de desconcierto, se ha acercado a Leticia. Con suavidad, casi cariñosamente, ha comenzado a liberar su faz de la densa costra de pelusa que la había recubierto durante la noche. También de sus cabellos ha sacado el doctor un puñado de borra sucia como la que podría aspirarse de una alfombra vieja.

El doctor ha vuelto a salir apresuradamente llevando en la mano el montón de pelusa. Sin detenerse a darme explicaciones —⁠supongo que para ocultar la evidencia de que era incapaz de darme ninguna⁠— ha tomado su maletín y se ha marchado. En la escalera, casi sin volverse hacia mí, medio hablando solo, ha anunciado que volverá mañana, cuando haya podido analizar la pelusa.

He pasado el día junto a Leticia, con un paño en la mano, luchando para evitar que esa repugnante substancia volviese a adueñarse de ella. Parece que, al menos temporalmente, la pesadilla ha terminado. A media tarde la pelusa ha dejado de crecer, y yo he podido tomar un respiro. La piel de Leticia ha quedado recubierta de un vello muy suave y corto, como el de los melocotones, pero eso es todo.

Cuando me he tranquilizado un poco —⁠este asunto de la pelusa me había hecho perder los nervios⁠— he bajado a la calle con el magnetófono en la mano. Me he dirigido al parque. Todavía se encontraban en él algunos niños. Me he sentado en las cercanías de un grupo que estaba jugando a policías y ladrones. Disimuladamente, he grabado sus risas, sus discusiones, su continuo parloteo. Al caer la tarde han ido desapareciendo, cediendo el parque a las parejas de enamorados, a las sombras, al silencio. He regresado a casa con mi tesoro bajo el brazo.

Me sentía como si llevase a Leticia un regalo de cumpleaños. Será una simpleza, pero he entrado a la habitación con la grabadora oculta a la espalda. Sin decirle una palabra, solemnemente, he cubierto la mesita con un mantel limpio y festivo, he encendido el candelabro, he descorchado una botella de Rioja que conservábamos desde la boda de Mario —⁠en realidad destinada a la celebración de la de Alejandra, pero esta ocasión lo merecía igualmente⁠—, he servido dos vasos de vino y, sin poder contener mi excitación, he puesto la grabadora a funcionar.

¡Qué delicioso momento de suspense! Las voces infantiles se escuchaban extrañas, incongruentes en la habitación sólo iluminada por las velas. Por un instante creí que todo había sido un error, figuraciones mías.



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